sábado, 28 de octubre de 2017

Sala de espera


El que tiene las llaves
no vino y están rompiendo
la puerta para que podamos entrar.
Las paredes y el aire conducen
a velocidades diferentes la vibración
de la amoladora y me anticipan
lo que en un rato hará la fresa
en mi maxilar.
El rato será largo, dos horas
y media de espera estatal.
Ella, que ya decidió la forma de la incisión,
también está esperando.
Los quirófanos están ocupados,
me dice cuando sale
y le pregunto un horario aproximado.
La respuesta es buena y manoteo
en el cajón de sastre de las palabras
un recurso que permita estirar
el diálogo y alterar la línea de producción
de la que formamos parte.
Su cara habla. Siempre. Esta vez dice
que acerté un pleno y me encandila
más que el sol cuadrado que entra 
desde arriba de Marcelo T.
Baja un toque el fulgor y caigo
en nuestras manos,
que convergieron, motu proprio,
en el mismo punto del universo.
Entre pacientes ansiosos o somnolientos,
aferrados todos
al rosario de su credo tecnológico,
dos manos desconocidas se encuentran y dan
forma a un signo vital.
De tanto recordarlo sin encontrar
ocasión propicia para decírselo, flasheé
que se trataba de una comunicación esencial
pese a la carcasa abollada de la sociabilidad.

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